Historias - coronavirus

Otro fin del mundo es posible: La indiferencia de los jóvenes ante el COVID-19

Son inmensamente más activos socialmente que la población adulta y pueden padecer la enfermedad casi sin evidenciar síntomas. Se contagian más, distribuyen el virus porque no controlan sus ansias de socializar y no cargan con ninguna consecuencia. Aquí, las preocupaciones de un tele-periodista mayor desde su cuarentena.

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Por Pedro Azocar
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Pienso en este texto pintado en varios muros de la comuna de Ñuñoa y se me viene a la cabeza el meteorito que este 29 de abril pasará cerca de la tierra. “Peligrosamente cerca”, según publicaron algunos medios sensacionalistas. Un amigo me comentaba bromeando que ese final sería más rápido y, por ende, menos doloroso que una prolongada pandemia, una dramática hambruna o una tenebrosa guerra nuclear.

Y es que el grafiti “Otro fin del mundo es posible” expresa lo que muchos sentimos después del cúmulo de eventos con que iniciamos la segunda década del siglo XXI. Si bien estas palabras son irónicamente apocalípticas, tienen la virtud de liberarnos de ese determinismo catastrofista y nos dejan la pelota en nuestras manos.

El desastre climático, la crisis política, la guerra nuclear, la pandemia del COVID-19 y la amenaza del cataclismo a causa de un meteorito no son nada en comparación a la capacidad que tenemos los humanos para empeorar aún más las cosas.

De ahí el acierto del grafitero. Lo que dice da en el clavo porque nos interpela ya que, en definitiva, somos nosotros quienes podemos generar nuevas opciones de destrucción planetaria.

Otro fin de mundo es posible escribe y hace sentido, porque si hay algo que nos sobra es creatividad para lograr ese otro final, ese es el mensaje que nos grita esa pared. No se trata de cambiar el desenlace, sino de cómo construimos esa destrucción.

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Soy paciente de alto riesgo ante la amenaza de coronavirus ya que vivo con un cáncer hace 5 años, una enfermedad que debilitó mi sistema inmunológico.

Como muchos otros periodistas de terreno, he estado en situaciones de peligro varias veces y esta es la primera oportunidad que recibo la instrucción explícita de mis jefes de quedarme en casa. Es mi debut como tele-periodista y es extraño.

En general, ante un evento noticioso, lo primero que uno hace es partir al “lugar de los hechos”, como decían los reporteros policiales de la vieja escuela.

Lo segundo era observar, observar detenidamente los vestigios que daban cuenta de lo ocurrido, buscar testigos, pistas y fuentes para tratar de comprender la secuencia de los acontecimientos y luego especular un móvil que permitiera acotar el universo de sospechosos tras el crimen.

Es sabido que la gente habla más con periodistas que con policías y eso explica por qué, muchas veces, los primeros descubrían al asesino antes que los segundos. Pero hoy todo es diferente: no se trata de descubrir un asesino, sino de buscar la manera de evitar que avance un virus que mata.

Fallo en la detección temprana

Más de 60 millones de personas contrajeron el virus de la gripe H1N1 en los Estados Unidos: más de 274.000 de estas requirieron hospital y, lamentablemente, más de 12.000 personas murieron”.

La cita refiere al año 2009 y es parte de la presentación del proyecto BBC Pandemia que realizó el Departamento de Matemática Aplicada y Física Teórica de la Universidad de Cambridge, en conjunto con la cadena británica de noticias.

En base a la experiencia de 2009 en Estados Unidos, se propusieron recopilar información para determinar cómo las personas interactúan entre sí dependiendo de su edad y actividades para determinar, en base a las interacciones sociales, un modelo que les permitiera mapear la forma en que se podría propagar un virus.

De hecho, en el caso del COVID-19, la estrategia que parece estar dando resultado es la del aislamiento social que busca cortar las cadenas de contagio. O sea, va en esa misma lógica, pero ¿qué dificultades presenta este virus para elaborar planes en ese sentido?

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Petra Klepac, profesora asistente de modelos de enfermedades infecciosas en la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, explica en una columna publicada en The Guardian que es fundamental realizar pruebas continuas que permitan detectar a tiempo a los eventuales portadores.

“En el caso de COVID-19, la detección es mucho más difícil porque es posible cierta transmisión antes de que las personas muestren síntomas obvios (…). Si no hay síntomas, es imposible identificar a las personas que están infectadas a menos que se realicen pruebas y se confirme su infección en un laboratorio, razón por la cual la detección en el aeropuerto a la llegada no es muy efectiva”, dice en su texto.

Esto explica por qué la estrategia inicial de los gobiernos de aislar a los viajeros sintomáticos no dio resultado, ya que eso permitió que circularan por el mundo muchos portadores del virus que se distribuyeron sin ser detectados, pues no presentaban síntomas. Además, muchos de ellos no respetaron las cuarentenas sugeridas por los países que permitieron su ingreso.

Este fallo en la detección temprana fue lo que, en definitiva, desató la pandemia. El objetivo ahora es controlar su propagación y, para ello, es fundamental comprender los modelos de contagio.

Minimizando vínculos sociales

“En el análisis de brotes, medimos la transmisión utilizando el número de reproducción (también conocido como R) que nos dice cuántas personas infectará un caso típico de COVID-19 en promedio. Si se espera que una persona infecte a otras personas, la infección crecerá y creará un brote; si una persona no infecta a otras, la infección desaparecerá”, explica Klepac en el mismo artículo.

Asimismo, agrega: “cuanto mayor sea el valor de R, más fácil se propagará el virus a través de una población y mayor será el número de infecciones. Para la gripe estacional, un infectado conduce en promedio a 1,4 nuevos casos. Para COVID-19, un infectado lleva a 2, 3 y más casos en las primeras etapas de un brote.

El número de personas que terminamos infectando depende de varias cosas: cuántas personas susceptibles de ser infectadas hay en la población, durante cuánto tiempo estamos infectados (…), la cantidad de personas con las que entramos en contacto y la probabilidad de transmitir la infección a esos contactos. Para controlar la epidemia, necesitamos reducir R por debajo de 1”, apunta.

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En el caso del COVID-19 todo es más complejo porque no existe una vacuna, por lo que es muy difícil disminuir la probabilidad de transmitir el virus a las personas con las que entramos en contacto ya que no hay cómo inmunizarlas. Por eso, la estrategia de los gobiernos y también de los ciudadanos es minimizar los vínculos sociales para cortar la propagación del virus, de ahí el valor que adquiere el estudio Pandemia, realizado por la BBC en conjunto con la Universidad de Cambridge.

¿Qué tipo de contactos son los más importantes para la transmisión del virus? Esta es la pregunta que los expertos tratan de responder y este estudio arroja algunas luces.

Por ejemplo, establecieron que los adultos de 20 a 50 años hacen la mayor cantidad de contactos en sus lugares de trabajo y que los mayores de 65 años, la población más vulnerable al COVID-19, se pone en riesgo al ir de compras, a restaurantes o centros de ocio, más de la mitad de sus contactos se da en este ámbito.

Por lo mismo, es importante disminuir al mínimo las salidas a espacios públicos, el uso del transporte colectivo y la asistencia a lugares donde existan aglomeraciones de personas.

El problema de los jóvenes

Todos los especialistas coinciden en que la suspensión de clases va en la línea correcta, pero el problema surge con los jóvenes.

En China, por ejemplo, la tasa de mortalidad por COVID-19 entre los 10 y 29 años es del 0,2%, lo que si bien es muy positivo tiene un correlato negativo, ya que potencia la indiferencia de estos grupos etarios hacia la enfermedad.

Ellos, que no están entre la población de riesgo, asumen medidas como la suspensión de clases con total liviandad e indiferencia, como si estuvieran de vacaciones. No están obligados a restarse de sus actividades sociales, lo que los vuelve importantes agentes de contagio.

Los jóvenes son inmensamente más activos socialmente que la población adulta y pueden padecer la enfermedad casi sin evidenciar síntomas, lo que implica que su potencialidad de propagar el virus es mayor.

El epidemiólogo y experto en Salud Pública de la Universidad de Harvard, Eric Feigl Ding, encendió las alarmas al publicar las estadísticas que dan cuenta de los contagios en Corea del Sur. El especialista evidenció que el 30% de todos los casos detectados corresponden a personas de entre 20 a 29 años que son socialmente muy activos, lo que calificó de “algo aterrador”.

Entre los 70 y 79 años los contagiados no superan el 6%, pero la tasa de mortalidad en ese grupo es del 8%. La ecuación es evidente, los jóvenes se contagian más, distribuyen el virus porque siguen activos socialmente y las consecuencias las pagan los más viejos que son más propensos a morir de la enfermedad.

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En Chile, aparte de la suspensión de clases y de potenciar el teletrabajo, no se han adoptado medidas más restrictivas hacia los grupos más jóvenes de la población, dejando a su conciencia y voluntad la iniciativa de asumir el aislamiento social, algo que no incentivan positivamente las oportunidades de esparcimiento que aún están disponibles en la ciudad como bares y restaurantes abiertos, centros comerciales en pleno funcionamiento, gimnasios y comercio en general.

En Chile no existen estudios acabados que permitan mapear las interacciones sociales para elaborar modelos de contagio, pero son evidentes los lugares donde se desarrollan las actividades sociales que potencian la propagación del COVID-19.

Un dato relevante es que, según el último informe del Ministerio de Salud, cerca del 75% de los contagiados son personas entre los 20 y los 49 años, sólo seis superan los 70 años. Es decir, la tasa de contagio se da entre aquella población que es socialmente más activa.

La ventaja que tenemos respecto a los países europeos y asiáticos es que podemos observar los métodos utilizados por ellos para frenar la pandemia. Italia es hasta el momento el ejemplo de cómo no hay que hacer las cosas, mientras que Corea y China parecen ser lo contrario.

Los antecedentes están a la vista para evitar que “otro fin de mundo sea posible” y podamos parafrasear el grafiti del 68 en París, que me parece mucho mejor para estos tiempos ya que nos emplazaba a ser realistas para precisamente lograr aquello que nos parecía imposible.

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