Lollapalooza - opinión

28 años de Lollapalooza: el rito industrial que resignificó el soundtrack de la vida

En otros países, Lollapalooza puede ser un espectáculo más, mientras que en Sudamérica lo opuesto, y particularmente en Chile; es la experiencia de consumo, desde el entretenimiento, más temeraria alguna vez vista y producida por estos lares.

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Por Layla Chaab
28 años de Lollapalooza: el rito industrial que resignificó el soundtrack de la vida

Es algo complejo, e incluso incorrecto intentar comprender el presente de Lollapalooza Chile y sus carteles anuales (que varias polémicas originan en redes sociales cada vez que se anuncian), sin reflexionar acerca de los límites que ha creado el festival por casi tres décadas, en pos de la entretención para tres generaciones distintas (y de seguro vendrán varias más, porque solo los grandes festivales, o mejor dicho, las grandes marcas como el evento aludido, sobrevivirán en el futuro de las experiencias de consumo).

Tal como presenté en el artículo anterior, Lolla ha sido uno de los pocos proyectos que no imponen artistas, sino más bien, los convocan porque las audiencias los levantan con antelación (hoy en día, a través una convergencia digital que trabaja de la mano con las métricas que se manejan gracias a los streaming de música que ya conocemos, más sus símiles, aunque en los noventa, como es de suponer, funcionaba algo distinto).

La oferta mundial de entretenimiento musical, en gran parte, se suscribe a ciertos géneros específicos y públicos cautivos que no precisan ser fidelizados bajo los mismos parámetros que la franquicia, tales como los de música electrónica (Ultra, Tomorrowland y Sónar, etc.) o el country (The Long Road Festival, CMA Music Festival, Windy City Smokeout, entre otros).

La circunstancia es evidente: el 80% de los lineups no son fórmulas probadas, sino tentativas arriesgadas apoyadas por algunos headliners.

Si bien esto cuenta con una lógica comercial (los cabezas de cartel motivan el grueso transversal del interés por asistir y establecen un piso económico para solventar los costos de semejante riesgo industrial), el resto de los convocados son genuinas muestras que abarcan la mayor cantidad de audiencias posibles, las que pueden y deben convivir en perfecta comunión (los seguidores de Florence + The Machine con los de Die Antwoord, los de MGMT con de Foo Fighters, los de Caetano Veloso con Kendrick Lamar y más).

En Lolla existen las integraciones generacionales y no los recambios; desde 1991 ha apostado por la diversificación de sus estilos y la producción de un sincretismo musical único que agranda su convocatoria y la segmenta, posicionando nichos y olvidando el concepto de “masividad”, tan empleado hasta antes de los albores de internet. Muchos hablan del cambio, cuando no existe tal; lo que sí existe es una percepción algo errada que se tiene respecto a y de quienes se van retirando versus los que supuestamente se jubilan por cuenta propia (casos existen, pero son lo menos).

En Estados Unidos, Alemania, Francia y Suecia, Lollapalooza puede ser un espectáculo más, mientras que en Sudamérica lo opuesto, y particularmente en Chile; es la experiencia de consumo, desde el entretenimiento, más temeraria alguna vez vista y producida por estos lares. Presupuestos e inversiones millonarias (que en algunas ediciones no han sido ganancias), más de cien bandas y músicos tocando un fin de semana al interior de un parque eminentemente urbano (política compartida por el resto de las franquicias), en la capital de un país remoto y muy lejano que no era, hasta al menos 2011 (fecha de su primera edición chilena), parte del imaginario de quienes viven y trabajan en y por ciudades musicales que organizan quimeras tangibles de la música convertida en rito.

De todos modos, es importante puntualizar que la premisa del supuesto recambio no es la generación, sus gustos y estilos, sino el afán de integrar una costumbre, estar ahí, da lo mismo el soundtrack en vivo de fondo. Esto no es algo que competa o haya creado Lolla en sí, sino más bien el curso que ha tomado la industria, en la actualidad conectada a un respirador artificial, condicionada por el cambio paradigmático que generó la tecnología y la world wide web.

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A ese “recambio” se le suman otras críticas previas poco constructivas en relación a la propuesta estética que aparentemente promovió y promueve, considerado hasta hace dos años la fiesta de los hipsters. ¿Dónde quedaron los primeros? En el mismo lugar donde han estado siempre: esperando a su banda/artista predilecto apostados en alguno de los escenarios.

Los públicos han aprendido, con esfuerzo constante, que se debe hacer espacio en un parque donde, si nos organizamos bien, entramos todos. También se suma el hecho de que es un festival “alternativo”, apelativo creado desde los medios y devenido en mala categoría popular. Claro que sí, lo fue largo rato, pero en USA, y en precisa calidad como la alternativa al mainstream noventero, lo que aplicaba en los rankings Billboard y en la data del sistema informático Nielsen SoundScan, pero eso no necesariamente ha tenido relación a los géneros que han compuesto el catastro alterno completo y mucho menos ahora (pese a que existe un escenario alternativo por franquicia -como así también el de electrónica-, para congregar en una sola localidad a la escena emergente o no tan comercial, que suele reunir menos público que los artistas agendados en los dos más grandes).

¿Qué tiene de alternativo un cartel que reúne a The Smashing Pumpkins con Foster the People, Nick Cave & The Bad Sees con Green Day, a Band of Horses con Skrillex, a Kanye West con Manu Chao, a Américo con Kamasi Washington?

Pese a la incomprensión de ciertos consumidores por las trasmutaciones que ha sobrellevado la industria, los festivales y el caso aquí tratado, el evento sigue incólume con su estampa al pasar los años: se ha convertido en una ventaja para los proyectos musicales locales de cada país donde se produce anualmente, se adapta a la cultura de cada zona donde se lleva a cabo, manteniendo intacta su política abarcativa, aunque ya algo predecible.

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De manera azarosa, Lolla fue la crónica previa de un oficio que convertiría en obviedad aquello que antes era la novedad; en 1991 fueron artistas independientes de los grandes sellos, ni tan famosos, ni tan consagrados, outsiders que merecían una oportunidad y tenían en común la genialidad de no haber sido aún maleados por las poderosas casas discográficas.

He aquí un festival bien hecho, modelo de negocios digno de poner en práctica en cualquier lado; si bien ha tenido altos y bajos, nunca le ha costado demasiado convocar nuevas audiencias, básicamente porque las escuchan y las han convertido en productoras activas y de sentido del evento mismo (aunque para llegar a comportarse así, hay que aprender de los fracasos y errores del pasado).

Parte de la Generación X viendo un show en alguno de los escenarios apostados en la elipse del Parque O’Higgins, mientras los centennials salen en masa del Movistar Arena después de haber visto un espectáculo electrónico. Los hipsters en un contexto colindante con los fans del trap, quienes tienen hijos pequeños y los llevan, cuentan con Kidzapalooza para entretenerlos, y así.

El cambio/recambio de audiencias es visto de una manera absoluta y algo despectiva, y no como lo que es; un síntoma más del paso del tiempo. No es necesario contar con una glándula pineal desarrollada ni con poderes de adivinación para reconocer que en el futuro muy próximo (si no es el 2020 casi seguro), veremos a estrellas del K-Pop, artistas del vallenato pop, tropical, más trap, reggaetón y más, siendo segmentos del line up oficial. Eso va a suceder, está escrito. ¿Por qué no podría ser así? Durante estos 28 años de Lollapalooza ha pasado una sola cosa con total certeza: la vida misma.

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